La Línea de Fuego

De miedos y angustias (II)

Hace unas semanas empecé a hablar sobre la depresión en un intento por visibilizar un problema que afecta a unos 350 millones de personas en todo el mundo y que, según la Organización Mundial de la Salud, supone la primera causa de discapacidad a nivel mundial. En cifras, el número de personas que la sufren a lo largo de su vida se sitúa entre el 8 y el 15% de la población y, en Europa, supone el 7% de la mortalidad prematura.

Además, esta enfermedad la sufren más mujeres que hombres. En España se estima que el riesgo de desarrollar al menos un episodio de depresión grave a lo largo de su vida es del 16,5% para las mujeres y de un 8,9% para los hombres. De la misma manera, un 50% de los trastornos depresivos no reciben tratamiento o no el adecuado, ya que se recurre directamente a los psicofármacos, dejando de un lado la piscoterapia o la combinación de ambos tratamientos. Debido a esto, el 60% de los pacientes sufren recaídas.

Pero, ¿cómo saber si sufres depresión? La sintomatología se asocia a la tristeza patológica, pérdida del interés o placer, la disminución de la vitalidad, sentimientos de culpa o incapacidad, irritabilidad, pesimismo ante el futuro, ideas de muerte o suicidio, pérdida de confianza, intranquilidad, trastorno del sueño y disminución del apetito y la libido. A nivel cognitivo, esta enfermedad produce sobre todo problemas de concentración, falta de atención, dificultad para encontrar las palabras, enaltecimiento mental y dificultad en la toma de decisiones, lo cual acaba por asociarse a un aumento de la carga clínica y económica del paciente.

Con todo, las consecuencias de la depresión generan un incremento en la morbilidad y la mortalidad, deterioro funcional y social, mayor riesgo de desarrollar enfermedades cardiovasculares (accidente cerebrocascular e infarto agudo de miocardio), el consumo de drogas, la discapacidad prolongada y, evidentemente, el incremento del riesgo del suicidio.

Según la OCDE, las enfermedades mentales como la depresión cuestan el 4% del PIB, estando la mayoría de los costes asociados a la pérdida de productividad provocada por el absentismo. Y es que la depresión está asociada a un nivel significativo de la discapacidad, con implicaciones en la calidad de vida de los afectados y en su entorno familiar, laboral y social. En relación a esto, un estudio elaborado por la OMS asegura que las tasas de discapacidad asociadas con la depresión son aún mayores que las producidas por otras enfermedades crónicas como la hipertensión, la diabetes, la artritis y el dolor de espalda. De esta manera, en España se ha estimado que la depresión provoca una discapacidad funcional completa de 47 días al año en promedio y una discapacidad funcional parcial de 60 días al año.

¿Qué es el detonante de la depresión? Cada vez es más normal -pese a que siga siendo extremadamente difícil reconocerlo- sufrir una enfermedad mental de este tipo debido a los niveles de vida donde impera el estrés, la mala alimentación, el sedentarismo y una sociedad competitiva y que encorseta al individuo en unos cánones férreamente establecidos. Es cuando el individuo en sí no acepta o no cumple esos cánones, lo que se espera de ellos, aunque sea poco razonable, cuando aparece una enfermedad que podría tratarse fácilmente si no existiesen a su alrededor tantos tabúes. Es entonces cuando empezamos a considerarnos inferiores, débiles, dependientes, sin fuerzas. Y todo ello acaba repercutiendo en la salud física, además de la psíquica.

Tener depresión no es estar loco. No implica que tengas que pasar por ello solo, si no todo lo contrario. Implica un tratamiento ajustado a las necesidades de cada paciente, combinando terapias o decantándose por la que sea más efectiva, al margen de las rivalidades entre los distintos especialistas que puedan tratar al enfermo. Según numerosos expertos, la medicación química no es la solución, sino un parche al problema que conduce a una recaída cuando se suspende este tratamiento. Para una correcta recuperación hay que incurrir en una terapia alternativa que ahonde en el fondo del problema, ayudando a controlar lo que nos hace sentir mal.

Pero, sobre todo, de cara a desestigmatizar un problema como este -al igual que otros tantos- habría que tratarlo desde la educación, el conocimiento de uno mismo y de lo que le rodea. No hacer que el miedo cambie de bando. Sino que el miedo no exista.