La Línea de Fuego

Te invito a un libro

Las mejores anécdotas, nos guste más o menos, suceden invariablemente en dos lugares: bares y librerías. Ambos tienen en común ese aura de magia. El primero por el exceso de alcohol, el segundo por el exceso de libros (que no todos son literatura). Me gusta frecuentar ambos lugares con igual asiduidad, e incluso gastar una suma parecida en los dos. Al fin y al cabo, qué sería de la literatura sin el estado etílico. Y viceversa.

Como es de esperar, en mi lista de lugares preferidos figuran un bar (o varios, depende de si me quiero tomar un carajillo, un vermú o un copazo) y una librería (también varias, depende de si estoy en Madrid o en París y si quiero ir a tiro hecho o voy a perderme entre libros). De manera que el viernes pasado me disponía a acudir a la cita periódica a mi librería de segunda mano de cabecera madrileña. Quedé con mi compañera de armas y letras (que básicamente son lo mismo) Adriana en la boca del metro de Cuatro Caminos de la calle Santa Engracia. Allí esperaba, cigarro en mano, envuelta en mi bufanda de lana, el día antes de que empezase oficialmente la primavera. Bajamos la calle Raimundo Fernández Villaverde, como siempre que hacemos ese ritual, y tras un primer y laxo vistazo a las cestas de libros de la calle decidimos entrar a esas cuatro paredes atestadas de libros.

Este sitio salvavidas, punto de encuentro conmigo misma cuando me pierdo, está tan grabado a fuego en mi cerebro que prácticamente no necesito guiarme por los pequeños letreros de las estanterías para saber dónde encontrar los autores que busco. Hace un tiempo, automáticamente me iba al fondo, donde ‘Periodismo’ y ‘Humanidades’, intentando buscar algo de Kapuściński y en un intento tras otro desesperado de dar con un ejemplar de Los ojos de la guerra. Hasta que lo conseguí y abrí horizontes a otras estanterías. Como decía, el viernes fui derecha a la sección de autores de habla inglesa. Imagínense el batiburrillo de libros que pueden encontrarse ahí. Y tras dar varias vueltas por las estanterías sin encontrar nada que llamase mi atención, me dispuse a sentarme como los indios, con las piernas cruzadas, para emprender mi búsqueda de no sé muy bien qué en las pilas de libros que me llegaban hasta las cejas.

La voz del librero y de un chico entran en mi oído, haciendo interferencias con la concentración que tengo en mover libros y leer sus títulos, abrirlos para ver los precios, recorrerlos con las yemas de los dedos en busca del año de edición. Buscan a Salinger y su El guardián entre el centeno. «Buena suerte», pienso, a sabiendas de que no está porque ya lo he revuelto todo y no hay rastro. El otro título a encontrar es El señor de las moscas, de Willian Golding. La voz redimida del librero le confirma al muchacho que probablemente tampoco está, ya que no figura en la base de datos y no le suena haberlo visto entre todo ese bendito caos últimamente. Pero yo sí que lo he visto.

Con una pila de libros en la mano les digo que se equivocan y que El señor de las moscas sí que está. «Justo ahí», señalo con el dedo índice que me queda libre justo antes de tenderles el libro en cuestión. Los ojos del chico, de repente, brillan y hacen chiribitas como si le hubiese descubierto el secreto de la felicidad y de la eterna juventud en un mismo instante, oculto en un tomo de páginas amarillentas que no cuesta más de tres euros en una librería perdida de segunda mano. El librero, detrás, me mira un tanto desconcertado. Le sonrío pensando «vas a tener que contratarme» mientras para mis adentros resuenan carcajadas. Miro de reojo a Adriana y su cara de complicidad literaturesca mientras el chico nos da unas gracias infinitas pro haberle descubierto el tesoro. Nos desea un buen fin de semana y después desaparece por el pasillo con su libro en mano, feliz como una perdiz antes de que le den caza los furtivos.

Vuelvo a mi pila de libros después de la interrupción. Finnding Nemo, el capitán. O Salinger, en realidad, porque qué casualidad que es justo uno de los tesoros que busca Adriana después de haber leído a Bukowski. Cuál es nuestra sorpresa cuando el chico en cuestión, ya con su Señor de las moscas guardado en su correspondiente bolsa, interrumpe de nuevo mi ardua búsqueda.

«De verdad que no sé cómo agradecértelo». Yo, que soy tímida de naturaleza y de vergüenza fácil, le digo como puedo que no hay de qué, hombre, que ya ves tú lo que me costaba decirle que el libro estaba ahí, esperándole, que es lo que tiene esa librería, que a veces te da sorpresas así de bonitas. Pero él sigue insistiendo. Y ante mis «de nada, hombre, de nada» pronuncia una frase que me deja tan perpleja que hace que me gire instantáneamente hacia Adriana en busca de una respuesta a una pregunta que no llegué a formular. «Déjame que al menos te invite a un libro».

Fallo en el sistema. Había escuchado muchas veces lo de «te invito a un café», o a una copa o cosas por el estilo.Pero nunca el «déjame que al menos te invite a un libro». Entre estupor y miradas desconcertadas a Adriana, mientras el chaval seguía insistiendo, al final tuve que decirle que vale, que me invitase a un libro, pero que a mí todavía me quedaba un rato buscando en las estanterías. Cuál es mi sorpresa, de nuevo, cuando al ir a pagar mi tomo de libros (Hemingway, Highsmith y Fitzgerald), le encuentro esperando junto al mostrador, devorando ya las primeras páginas de su recién adquirido tesoro. Por un momento me planteo pagar y hacer con que no le he visto, pero levanta la vista de las páginas, esboza una sonrisa y me dice «¿ya estás lista?». Le digo que sí y me pregunta a qué libro puede invitarme de los que llevo. Le tiendo Suave es la noche y, mientras pago el resto de mis tomos, él le da al librero los dos euros y medio que cuesta el libro de Fitzgerald y lo mete en mi bolsa. Vuelve a sonreír, a darme las gracias y a desearnos un estupendo fin de semana para desaparecer raudo y veloz por la puerta rodeado de libros. De fondo, los Smiths. U Oasis, no me acuerdo.

«Vaya detalle ha tenido el chaval, ¿eh?», me dice el librero. Asiento. Porque no puedo hacer otra cosa. Mientras, pienso que a veces la vida te da ciertas sorpresas. De las buenas, digo. Y que cuánto mejor sería el mundo si se dijese más eso de «te invito a un libro».