
Existen muchos dimes y diretes en el mundillo literario acerca de la figura de Bram Stoker. Es de esperar cuando se trata del artífice de la gran novela de vampiros, que creó un personaje que se grabó a fuego en nuestro imaginario colectivo y que ha alumbrado multitud de ficciones, de mayor o menor calidad.
Se ha hablado de su naturaleza masoquista, de su orientación sexual y de sus inclinaciones políticas; y en base a esto se ha interpretado su obra más célebre, en una lectura reduccionista como suele ser común en las grandes obras.
A ciencia cierta se sabe que nació el 8 de noviembre de 1847 en Clontarf, al norte de Dublín, en el seno de una familia de clase media, y que su primera infancia transcurrió entre camas de hospital debido a su débil salud. Estudió en Trinity College y publicó sus primeros relatos de terror entre 1872 y 1876.
Trabajó como funcionario y como crítico de teatro y mantuvo contacto (amistad o relación amorosa) con el también escritor irlandés Oscar Wilde. Ambos compartían su formación en la gran institución dublinesa, unos orígenes similares y al parecer se movían en los mismos círculos en la capital irlandesa. Sin embargo, no hay mucha constancia de la relación entre ambos escritores, y lo único que cabría serían especulaciones.
De lo que sí se sabe es de la afición del joven Stoker por las narraciones populares francesas y alemanas, según cuenta David J. Skal en su biografía sobre el autor publicada en 2017. Y es en esas narraciones donde, en realidad, se encuentra el origen del mito del vampiro.
En el corazón del vampiro
Para cuando Bram Stoker publica Drácula, en 1897, ya existe una narración que tiene como protagonista a una figura vampírica (en este caso, femenina) bastante parecida al famoso Conde: Carmilla, de Joseph Sheridan Le Fanu, autor también irlandés.
La premisa es fácil y tiene todos los elementos fundacionales de la literatura de vampiros: una relación enfermiza entre vampiro y victima, que se asemeja a la del doble del Romanticismo, una figura atractiva y poderosamente sensual (en este caso, mucho más acentuado que en Drácula), el juego entre la realidad y los sueños, la lucha entre la razón y lo oscuro y la prevalencia de esta última en un final en el que se vuelve al orden.
De la misma forma, Carmilla presenta muchos de los rasgos que luego veremos en el Conde Drácula: sensualidad, fuerza sobrenatural, inteligencia, capacidad para cambiar de forma y traspasar puertas y paredes, aversión a simbolos y reliquias religiosas y el descanso durante el día en el ataúd, entre otras muchas características.
Estas dos narraciones, separadas por pocas décadas de diferencia (Carmilla se publica en 1872), inauguran el uso de un elemento central en la figura del vampiro y en el que reside el por qué de la fascinación que ha ejercido sobre nosotros durante siglos: la ambigüedad.
El vampiro nos resulta poderosamente sensual porque habita en un mundo intermedio que siempre ha interesado a los humanos: lo oscuro, lo sexual, lo reprimido, lo oculto, cuestiones todas que, al parecer, interesaban a Stoker.
No es de extrañar que la ficción de vampiros se popularizase en la época victoriana en Inglaterra. El auge de las teorías científicas (es la época de Darwin) y el énfasis en la razón, así como una fuerte represión del deseo sexual y de los “vicios”, conviven con un interés creciente por lo oculto y por el esoterismo. Existía en la época victoriana, como señala Kathleen L. Spencer en un ensayo sobre Drácula, el género gótico y la sociedad victoriana, una obsesión por los límites: entre hombres y mujeres, entre lo animal y lo puramente humano, entre la razón y lo oculto… algo que desafía la figura del vampiro.
¿Por qué Drácula?
Una pregunta que me acosa constantemente cuando leo sobre este tema es: ¿Por qué Drácula es el prototipo de vampiro y no lo es Carmilla? O, en otras palabras: ¿Por qué es la versión de Stoker la que predomina? ¿En qué se basó el autor irlandés para su conde? Sabemos que tiene muchos rasgos del folklore rumano, alemán e irlandés, pero, ¿qué inspiró de verdad, de forma definitiva, al escritor, para que perdurase de esa forma en la cultura?
Drácula es una de mis novelas favoritas, pero Carmilla es, a mi juicio, mucho mejor como narración. Se me ocurren varias explicaciones plausibles. Por un lado, la época, ya que Drácula se publica algunos años más tarde; por otro, la novela es el género mayor, y Carmilla es un relato corto, un género que como todos sabemos está infravalorado.
Carmilla es una mujer. Una mujer joven que tiene un fuerte deseo sexual y lo demuestra y, por si eso no fuese poca transgresión a los valores de la época, desea a otra mujer, de la que es a la vez amante y espejo. No me parece poca razón para que haya quedado en el olvido como prototipo vampírico.

Otra cuestión importante, ya que comencé el artículo hablando de Stoker, es: ¿Se basó el autor de Drácula en la obra de Le Fanu? Es cierto que comparten muchas de las características, como decía, pero Bram Stoker le añade un elemento muy importante que une a la figura del vampiro gótico con la tradición romántica predecente y la conecta con nuestro presente: el extranjerismo del vampiro.
Es un aspecto que se suele pasar por alto cuando se analiza al vampiro como mito cultural. (Este artículo de El País lo trae a nuestra época aprovechando una adaptación de la BBC). El vampiro siempre es extranjero o tiene orígenes tales, y, junto con la apelación a los deseos reprimidos, es una de las razones por las que siempre, en todas sus adaptaciones literarias, cinematográficas o televisivas, conecta con su presente: el miedo al otro, al de fuera, parece estar en el ser humano desde siempre, y también está en nuestro inconsciente colectivo.