La Línea de Fuego

Sobre mi privilegio de ser delgada

Ilusración por Fernando Busto (@busto.ilustra)

Cuando era niña los meses de verano los pasaba en casa de mi abuela en una pequeña aldea al norte de Portugal. Como en todas las familias, esto era sinónimo de excesos: de mimos, de horas en la calle y, sobre todo, de comida.

En el cajón al fondo del mueble corrido que viste una de las paredes de la cocina, siempre había chocolate, bombones y caramelos, y mi hermano y yo teníamos barra libre. El postre, como la merienda, era siempre un helado a elección entre una enorme variedad almacenada en el arcón que parecía regenerar su mercancía de forma automática. A veces no cenábamos porque habíamos pasado la tarde comiendo palomitas y patatas fritas. A veces no dormíamos hasta altas horas de la madrugada porque en casa de la abuela los refrescos con cafeína no estaban prohibidos, ni siquiera pasado el ocaso. Pero algo ha cambiado, porque este verano, en el cajón del chocolate, sólo encontré cacahuetes con los que mi abuelo acompaña sus dos cervezas diarias.

¿Qué ha pasado?, ¿por qué ahora mi abuela esconde los dulces en el salón que nadie usa y siempre está en la penumbra? Entre dos enormes aparadores repletos de vajilla para la que aún no ha llegado el día, bajo una mesa auxiliar que parece colocada a propósito para resguardar lo prohibido, mi abuela trata de alejar la tentación de mis primas pequeñas porque ellas, a diferencia de mí, habitan cuerpos gordos. Y supongo que siempre he sabido que el mío es un cuerpo delgado, pero ha sido este verano cuando, al verlas a ellas con sus 6 y 10 años privadas de los helados y los refrescos, cuando he sido consciente de los privilegios que no merezco por ello; de los privilegios de la delgadez.

A saber:

1. Una infancia sin complejos

No recuerdo subirme a una báscula cuando niña. En alguna consulta médica rutinaria, supongo, pero en cualquier caso la cifra que marcara la aguja nunca me importó, ni mucho menos me definió. O al menos eso creía hasta ahora, cuando me he dado cuenta de que, precisamente, si no importó fue porque mi peso estaba dentro de lo socialmente aceptado como normal y, por tanto, sí me definió, nada más y nada menos que como niña con derecho a vivir su infancia sin preocuparse por su aspecto físico.

Mis primas pequeñas perdieron este derecho casi a la vez que aprendieron a caminar. La una a punto de entrar en 1º de Primaria y la otra en 5º, ya viven en una dieta permanente que les restringe el número de lácteos diarios a dos, de manera que, cada mañana, se toman su desayuno calculando cuándo preferirán gastar su segundo permiso ante la mirada atenta y recriminadora de su madre. Y es que, el estigma y la discriminación hacia los cuerpos gordos comienza en casa, en el contexto familiar.

2. Una vida social, sentimental y sexual normalizada

No fui una chica popular en el instituto. Sacaba buenas notas, vestía de negro y no comía animales. Pero estaba delgada. Si pasaba más o menos tiempo sola, no fue porque nadie me despreciara por mi peso, como les pasa a mis primas, y nunca sentí el punzón de un “gorda” lanzado desde el asco más visceral. Con la pubertad, pronto empezaron a aparecer cartas de admiradores secretos en la parrilla de mi pupitre y, con ellas y de manera paulatina, la facilidad para relacionarme social, sentimental y sexualmente. Una facilidad que, creo, he asumido como universal, pero que no lo es. Desde el mismo contexto escolar, la gordofobia complica a una parte de la población el placer de tener amigues y novies, colegas y ligues, empujando en muchos casos al sentimiento de vergüenza por cosas tan naturales como amar o ser amada.

3. Un futuro laboral más prometedor

Cargo a las espaldas con las consecuencias de la crisis económica de 2008 y parece que tendré que hacer lo propio con la crisis sanitaria de 2020; sin embargo, de nuevo, estoy delgada, lo que me da ventaja frente a una compañera con la misma cualificación si pesa más que yo.

Así lo demuestran numerosos estudios en todo el mundo, como la encuesta realizada en 2005 por el medio de comunicación británico Personnel Today a más de 2.000 profesionales de recursos humanos. Los resultados revelaron que un 93% de los responsables de la contratación de empleados y empleadas elegiría antes la solicitud de una persona delgada que la de una persona gorda. Esa misma persona, por otro lado, habrá tenido más dificultades a la hora de acceder a su formación, pues esta distinción se inicia ya en los procesos de selección de los centros educativos. No he hecho literalmente nada para recibir este favor en el contexto laboral.

4. Una atención médica adecuada

En la ficha médica de la madre de mi padrastro rezaba en la primera línea “obesa”, ni paciente ni mujer, sólo obesa. Durante cinco años sufrió fuertes dolores de estómago que siempre se achacaron a sus hábitos alimenticios; la única indicación médica que recibió fue la de hacer dieta. Nunca se le hizo ninguna prueba porque, según palabras textuales de los expertos y expertas, la grasa impediría cualquier apreciación relevante en una ecografía.

A su último ingreso hospitalario, la madre de mi padrastro medía 1,65, pesaba 120 kilos y su diagnóstico fue el de una gastroenteritis. Al final resultó ser un cáncer de páncreas. Le dieron tres meses de vida que no le dio tiempo a vivir. En mi ficha médica siempre he sido una paciente, a secas, lo que quiere decir que, en el contexto sanitario, la discriminación hacia las gordas les puede costar la vida a muchas personas.

5. Libertad de elección y accesibilidad

Llevo más de un año sin entrar en una tienda de ropa, pero estoy segura de que cuando decida hacerlo, encontraré mi talla. También sé que puedo comer un menú cargado de calorías y colgar una foto en redes sin miedo a que nadie me juzgue y aleccione. Los asientos en los aviones, trenes y autobuses, así como como los taburetes de barra y las sillas de terrazas, están hecho a mi medida. Si lo necesitara, podría comprar una pastilla del día después con garantía de su efectividad porque peso menos de 80 kilos. Si lo quisiera, tendría las puertas abiertas a los trámites de adopción en un país como China porque no tengo la mal llamada obesidad. Parece mentira, pero, en todos estos casos, las gordas no tienen elección ni acceso.  

6. Referentes sociales y aprobación externa

Como la práctica totalidad de las mujeres, tengo complejos, porque para eso fue inventado el canon de la perfección. No obstante, las modelos de catálogos de ropa y de publicidad en marquesinas visten mi talla, como las protagonistas de películas y las cantantes de éxitos. Esto me da la seguridad inconsciente de que mi cuerpo es aceptado socialmente y, por consiguiente, la libertad de autocuidarme y autoquererme sin miedo. Porque las reacciones a una imagen de mí misma tomando el sol en topless en Internet son de llamitas y melocotones o de muchos corazones. Si mi cuerpo fuera otro, no sin estrías o moratones, sino más gordo, me faltaría esa aprobación externa que, a mí, de vez en cuando, me cura los complejos.

Todo esto lo estoy recapacitando por primera vez con casi 28 años. Y con casi 28 años me adentro en el proceso de deconstrucción más complejo al que me he enfrentado hasta ahora. Pero no estoy sola, tengo a mis amigas que, dentro de un movimiento antisistema, reivindican desde su propia experiencia la diferencia de los cuerpos; estoy hablando del activismo gordo, que existe y es disidente. A ellas les he pedido ayuda: para ser autocrítica con mi condición y para crecer como feminista.

Con este texto lo reconozco, no sólo el privilegio de la delgadez, sino también que es un privilegio que ni yo ni nadie merece. Ahora empieza el camino más difícil: el de la renuncia.