La Línea de Fuego

Si pica es que está curando: una reflexión personal sobre ‘Desencajada’, de Margarita Yakovenko

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libro desencajada

He devorado Desencajada, de Margarita Yakovenko en una hora y media. Y, nada más terminarlo, me he puesto a escribir. Todos los libros de Caballo de Troya editados por Luna Miguel y Antonio J. Rodríguez han activado en mí el impulso de escribir, la necesidad de prorrogar un poco más esa conversación que se inicia con la lectura de la primera frase de un libro cualquiera.

Me encuentro en las palabras de Yakovenko. En sus frases cortas y en su facilidad para explicar generalidades desde lo subjetivo. Me encuentro y me agrada. También encuentro una realidad tremendamente opuesta a la mía y eso me resulta apasionante. Tan lejos, tan cerca. La magia de la literatura. 

“Cada uno recordó una cosa en concreto y no sabemos qué conmovió al otro. Así funcionan los recuerdos. Así construimos el relato. Nunca será la misma narración.”   

Un par de días antes de empezar esta novela terminé La mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres, una colección de ensayos de Siri Hustvedt. Uno de los temas preferidos de la prestigiosa autora estadounidense es la memoria. Casualmente, Daria, la protagonista de Desencajada, reflexiona en varios momentos sobre la fragilidad de sus recuerdos, sobre su subjetividad, sobre la ficción que hay en ellos.

Ser consciente de cómo funciona nuestra memoria no nos exime de sufrir. Sufrimos al darnos cuenta de que el pasado nunca volverá a ser tal y como era, porque ya no existe; porque cada vez que traemos al presente a esa persona o ese lugar, lo transformamos. Nunca han existido como tal. Y eso, al fin y al cabo, es desgarrador.  

“Estamos tan desapegadas, ella y yo, somos unas desconocidas la una para la otra. Casi puedo imaginar cómo se ofende porque yo no la he considerado casa.” 

Salvando las distancias y teniendo en cuenta que las situaciones vitales son muy diferentes, me siento identificada con estas palabras que Daria le dedica a Barcelona.

Lo subrayo y escribo al lado: “Madrid”. Así me sentía yo con respecto a la ciudad en la que viví diez años y nunca  consideré mi casa. Mi casa es Vigo, mi casa es mi familia, mi casa son mis amigas, las de aquí y las de allá. Mi casa, incluso, al contrario de lo que le ocurre a Daria, era la que compartía con mi expareja. Y esa casa estaba en Madrid, pero Madrid no era mi casa. Por eso enfermé de morriña, por eso tuve que volver. 

“Al llegar nos damos cuenta de que ya no podemos volver. El lugar del que te vas y al que crees que vuelves nunca es el mismo lugar”

Yo pude volver porque nunca me fui del todo. Vigo no es el mismo lugar que dejé a los dieciocho años, pero yo nunca dejé de pertenecerle y ella nunca dejó de pertenecerme a mí. Había podido participar en su cambio, aunque de forma más indirecta. Había observado en cada visita, que eran muchas a lo largo del año, cómo cambiaban mis relaciones con mis amigas de toda la vida, cómo se transformaba la ciudad, cómo crecían mis primitos… pero el olor seguía siendo el mismo. Vigo huele a salitre, a pescado en los días de lluvia, a gofre en la calle Príncipe, a cocido en invierno, a lavanda como la abuela y, sobre todo, huele a casa. 

Hacia el final de la novela leo esto: “porque si el lugar en el que creces y te crías te forjan, a nosotros nos forjó el camino”. Paro de leer y pienso en Lucía Mbomio y su novela Hija del camino; en la necesidad que hay de leer estos relatos que nos llegan desde la alteridad, pero no para coleccionarlos en nuestras estanterías o lucirlos como insignias que demuestran lo progres que somos. Hablo de leer con el corazón abierto; de sufrir y no dejar que cierre la herida. Que cada lectura sea como echar sal encima. Que ese escozor perenne nos acompañe a la hora de votar a uno u otros partidos políticos, a la hora de reivindicar y a la hora de revisarnos en nuestro día a día y no solo en las efemérides señaladas. Ya nos lo decían nuestras madres y nuestras abuelas: “si pica es que está curando”.