La Línea de Fuego

«Ninguna gorda es feliz»

Es una de las frases que se me ha quedado clavada a lo largo de mi vida. La decía mi madre cada vez que me ponía a dieta. Ninguna gorda es feliz. Y por eso ella no quería que yo fuese gorda. Que lo era (que lo soy). Y, por tanto, no podía (no puedo) ser feliz. Mi madre no creía esto porque sí. Lo creía porque era lo que tenía que creer. Porque era lo que la sociedad nos había enseñado. Que si no eras delgada y como las modelos de las revistas o de los anuncios de depilación, no podías ser feliz. Esta creencia no es algo intrínseco a ella, ni a mi familia. Es un problema estructural.

La frase que da título a este artículo es algo que la sociedad occidental nos ha vendido, con enormes carteles de neón, para avalar al sistema patriarcal y capitalista. Entorno al ideal de belleza se ha construido la cultura de la dieta y, con ella, todo un entramado de productos para conseguir esa belleza inalcanzable sin la que ninguna mujer podría ser feliz. 

Aquí encontramos la idea arraigada de que una persona con un cuerpo grande, un cuerpo no normativo (que no solo grande), no es ni sana ni deseable. Incluso que sería mejor que no existiese a que fuese gorda. La opresión está servida.

El canon de belleza: arma machista, racista, colonialista y capacitista 

Recuerdo cuando era adolescente y empecé a estudiar arte. Veía Las tres gracias y todos aquellos cuadros renacentistas con señoras entradas en carnes, con celulitis y sus anchos culos en primer plano, desnudos, y solo me salía pensar “me he equivocado de época para vivir”. Me consolaba que 500 años atrás mi culo hubiese sido el de una diosa y no el de una paria. Que Rubens me hubiese pintado y no hubiese necesitado esconderlo detrás de unos leggins y una sudadera ancha. ¿De dónde nace, entonces, el canon estético que conocemos hoy?

Como cuenta Sabrina Strings en el libro Fearing the black body: the racial origins of fat phobia (2019), esta fobia se remonta a unos 200 años atrás, durante la Ilustración, al relacionar los cuerpos gordos de las mujeres negras con “salvajismo e inferioridad racial”.  Según la autora, de hecho, no fue hasta principios del siglo XX, cuando esta creencia racista y supremacista ya estaba demasiado arraigada, cuando la fobia hacia los cuerpos grandes empezó a extenderse al ámbito sanitario, lo que hizo que se legitimase el uso de los cuerpos para validar prejuicios de raza, género y clase. 

Llegamos así a un ideal en el que la mujer perfecta es la que dicta el patriarcado: blanca, delgada, delicada, dócil, sumisa. Toda la que no entre ahí, debe ser oprimida (más de lo que ya oprimen a las mujeres en sí, claro). En este transcurso, se presenta incluso una deshumanización de las personas gordas. Mientras estaba documentándome para escribir este artículo he leído verdaderas barbaridades insultantes e hirientes hacia las personas con cuerpo grande. Una de ellas fue en Twitter, donde un usuario afirmaba que “da igual lo que te metas con una gorda, no tiene sentimientos porque se los ha comido”. Y esto es solo una muestra que puede ir acompañada de frases como “pareces una ballena/foca/vaca”, “no, yo con la gorda no”, “uff, te has puesto gordísima”, “con lo guapa que eres de cara, si adelgazases estarías mucho mejor”.

El argumento quimérico de la salud

Luego viene el gran argumento en contra de las gordas: LA SALUD. Porque una gorda, a la fuerza, debe estar, como mínimo, podrida por dentro. Y este estigma se extiende incluso a la comunidad médica, que en muchas ocasiones ejerce libremente su discriminación hacia los cuerpos grandes. Lo contaba la nutrióloga Raquel Lobatón en una entrevista para esta misma cabecera cuando decía que los pacientes “muchas veces son mal diagnosticados porque esta comunidad médica todo lo achaca al peso y no van más allá”.

Lo reafirma también Mayte Gómez, psicóloga sanitaria que trabaja especialmente con casos de gordofobia, imagen corporal y autoestima. “Como profesionales que tratamos con la salud de la gente, somos los primeros que tenemos que revisar nuestros valores en torno a esta cuestión para no seguir causando más sufrimiento, odio y machaque hacia la persona que está siendo atendida”, afirma.

Resulta, además, que la salud dañada derivada de esto es, en gran parte, la salud mental. “Ansiedad, ansiedad social, depresión, trastornos de la conducta alimentaria, mala relación con la comida o trastorno obsesivo compulsivo”, dice Mayte, son algunas de las patologías que una persona oprimida por la gordofobia puede desarrollar. Y, a partir de ellas, problemas gastrointestinales o cefaleas tensionales son los más comunes a raíz de la somatización de emociones no procesadas, bloqueadas o que no se resuelven.

La gordoridad o la importancia de contar, escuchar y compartir

A mucha gente que lea estas líneas todo esto le parecerá una exageración. Siento decir que no es así. La cosa es que, hasta ahora, hemos estado calladas. Silenciadas. Pero ya no va a pasar más. Tanto Mayte Gómez como Raquel Lobatón coinciden en la importancia de establecer grupos de apoyo para contar nuestras experiencias. Creamos así redes en las que sostenernos. Abrazamos la gordoridad con un sentimiento de pertenencia y aceptación. Y como este artículo comenzó con la mía, me gustaría cerrarlo también con ella. 

Me he criado en una sociedad gordófoba. He crecido y he desarrollado mis habilidades sociales en ella. Mi primera dieta fue con ocho años y desde ahí recuerdo mucha hambre, llorar porque yo quería ser normal. Entré en la adolescencia sabiendo que no tendría amigas porque solo podía tener envidia hacia los cuerpos “normales” de las otras chicas. Que nunca podría gustarle a un chico porque no podría hacer nada para llamar su atención. Que nunca tendría nada que ofrecer. A los 15 me describía a mí misma como una mole de carne humana a la que no merecía la pena mirar. Pasé toda la adolescencia fantaseando con ser otra persona. Yo quería ser macarra. Una de esas chicas con piercing en el ombligo que se ponían minifalda para irse de botellón el sábado por la noche, ligaba con el chico que fuese y luego llegaba a casa tarde, borracha y con el rímel corrido. Spoiler: nunca fue así. 

A los 18 huí despavorida a un sitio donde nadie me conocía. Nadie sabía que yo era una mole de carne humana. Ni que era una pringada. Resulta que el plan no salió como yo esperaba. Mi vida cambió drásticamente pero yo seguía siendo la gorda. Seguía teniendo miedo y seguía teniendo interiorizado que lo mejor era no llamar la atención y relegarme a mí misma al ostracismo social. Me pasé siete años con ese piloto automático puesto y desarrollé la capacidad de casi ni sentir ni padecer. Después vinieron pastillas y mucha terapia que sospecho que tardaré en acabar. Inseguridades, ataques de ansiedad al hacerme fotos o ver siquiera mi sombra en el espejo, relaciones insanas con mi familia y mis amigas. Sin entrar en el ámbito sexoafectivo porque daría para otro fanzine. No bailo desde que tenía 4 ó 5 años y todavía no tenía conciencia sobre mi propio cuerpo. Cuando la vida era un lugar feliz y mi cuerpo el medio perfecto para transitarla. 

No dejo de preguntarme todos los días si de verdad merece la pena tanto sufrimiento. Si no sería más fácil renunciar a mí. Luego veo que después de casi un año de terapia consigo mirarme al espejo, aunque solo sea una vez al mes, y decirme “eres válida como cualquiera, y tu cuerpo también lo es”. Soy capaz de escribir estas palabras, aunque me cueste llorar y muchas miradas al infinito temiendo que he escrito mucho sin decir nada. Al final, solo quiero que quede clara una idea: rabie o reviente el patriarcado, el canon de belleza, el capitalismo o el racismo, todas las gordas tenemos derecho a ser felices. No dejes que te digan lo contrario.