La Línea de Fuego

Carcoma, o cómo jugar con la Literatura

«Al final no se fue porque al menos aquí no le iba a faltar el techo ni la comida. Eso es la familia, un sitio donde te dan techo y comida a cambio de estar atrapada con un puñaíco de vivos y otro de muertos. Todas las familias tienen a sus muertos debajo de las camas, es solo que nosotras vemos a los nuestros, eso decía mi madre». Es una de las frases que tengo subrayadas y a las que he vuelto al acabar Carcoma, la novela de Layla Martínez que edita ahora la editorial Amor de Madre. Una novelita corta pero que me ha atrapado como atrapan las paredes de la casa sobre las que se construye esta historia.

En Carcoma, Layla Martínez juega a una mezcla de realismo sucio con realismo mágico, de una forma muy contundente y en la que todas las que hemos habitado casas de pueblos, pueblos con su historia, podemos leernos. Al menos yo lo he hecho. Se trata de una novela coral que aúna voces de dos generaciones: una abuela y una nieta, con sus genes y su memoria, con esas ganas de vengarte que a veces te entran de hasta quien no has conocido. Layla asume las reglas literarias de este juego y le da una vuelta de tuerca hacia esa mirada rural en la que nos hemos criado muchas. Y hace nuestro y de ahora una mezcla de géneros que evocan a autores a priori tan distantes como pueden ser Poe, García Marquez, Patricia Highsmith, Laura Esquivel o Marta Sanz. Todo en su justa medida.

La genealogía de las que fueron para saber quiénes somos

A través de las páginas de Carcoma recorremos genealogía, también feminismo y dolor, lucha de clase y memoria histórica. Nos asomamos por las rendijas de las heridas de una familia, pero también de las del pueblo y las de la casa. Para mí, además, sumergirme entre las páginas de este libro ha sido también abrir recuerdos hacia el corral de casa de mis abuelos, hacia ese aura que a veces tienen los pueblos de sitio donde no pasa nada pero no paran de pasar cosas. Donde se detiene el tiempo pero siempre hay palabras en boca de todos, no siempre buenas. Donde se habla de brujas entre susurros, de males de ojos y secretos a gritos que se cuchichean en la cola del pan. 

“Algunos empezaron a venir a la casa cuando se hacía de noche para ver si podía usar con ellos un poco de esa ojeriza pa lo que tenía pendiente, que era mucho desde siempre pero más desde la guerra. Venían de noche, salían del pueblo por donde los pajares y llegaban a la casa por medio del monte para que no los viese nadie. Algunos querían cobrarse una bofetada o una paliza que llevaban guardada dentro desde que la guerra había dejado paso al desolladero, otros el chivatazo de un vecino o la huida de un pariente que había acabado en una cacería y la cacería en una matanza. Yo les maldecía a los parientes, a los guardias civiles, a los curas,  los chivatos, a quien fuese, con todo el odio que había en mis entrañas y en las de la casa porque sabía que el día que los pobres empezásemos a cobrar deudas no iban a tener cochiquera en la que esconderse”. 

Memoria con mirada feminista

Martínez encarna todo esto de una forma maravillosa, te encierra en esa casa que enmarca el libro y da ligeras pinceladas, lo suficientemente lúcidas como para que quieras pasar a la siguiente página de una historia que podría ser la de cualquiera. Pone también en el punto de mira la violencia de género de una manera extraordinariamente sutil, de esa que cuando te quieres dar cuenta ya te corre el rencor por las venas.

“Siempre he creído que volvió con él por eso, para no acabar como yo. Quizá pensó que por malo que fuese era mejor un hombre que ninguno, que así tenía una oportunidad de marcharse de aquí. A mí se me comía la rabia por dentro, no soportaba volver a verla con ese desgraciado que se había pasado días enteros delante de la casa vigilándola como un trastornado. A los hombres como esos hay que ponerles tierra de por medio antes de que ellos te la pongan por encima”.

Carcoma se ha convertido en uno de esos libros que no deben pasar desapercibidos, tanto para hacer conciencia y memoria como para sumergirnos en otras formas de hacer literatura, para escuchar las voces silenciadas dentro de los muros de una casa que quieren salir a gritos.