La Línea de Fuego

La última generación de odio antifeminista

Ilustración de Fernando Busto

“No sois más que unas inútiles lesbianas frustradas, el cáncer del mundo”. Habían pasado sólo unos meses desde que me decidiera a dar un paso adelante en mi activismo para formar parte de uno de los grupos contestatarios feministas más controvertidos del momento cuando recibimos un correo electrónico encabezado con esta rotunda afirmación que bien podría resumir todo lo que vengo a denunciar aquí. 

El odio contra las mujeres como colectividad no es nada nuevo; ha existido siempre y de forma especialmente visceral desde que las primeras feministas decidieran organizarse en un movimiento por la igualdad de derechos y oportunidades. Un atrevimiento que pagaron caro ellas y que seguimos pagando caro nosotras, cada vez más, a través de las pantallas de nuestros ordenadores y de nuestros teléfonos inteligentes. 

Porque, desde que el uso que hacemos de Internet se ha demostrado directamente relacionado con el grado de autonomía de una persona, las redes sociales se han convertido en una de las herramientas más preciadas en la lucha por la libertad, no sólo de las mujeres, sino de todos los grupos socialmente marginados y oprimidos por la mayoría normativa y aplastante. En consecuencia, el odio contra estas causas, que antes se tenía que manifestar siempre de cara, ahora se camufla en discursos construidos entre las paredes invisibles de la Red que, aderezados con tintes ideológicos, son capaces de desencadenar la misma violencia social, pero con un alcance mundial. 

Y como condensar en dos páginas todas las manifestaciones de esta nueva violencia en línea —que no virtual, porque es muy real— contra las mujeres es tarea imposible, pondré el foco en sus dos formas más recientes y amenazantes.

La cibermisoginia, o el odio antifeminista desde la derecha pop 

Según la Organización de las Naciones Unidas (ONU), el 95% de las conductas agresivas en Internet se dirigen a mujeres y proceden de hombres. Insultos, amenazas e imágenes denigrantes a un clic de hacerse universales y perennes desde la comodidad del anonimato. Mensajes resumidos en un puñado de caracteres o en una caricatura improvisada que no son sino la continuación de las mismas dinámicas de poder que, hasta aquí, han sostenido en el tiempo una estructura social heteropatriarcal y caduca. 

Y es que, como prolongación de la esfera pública —históricamente dominada por los hombres—, el espacio infinito que dibujan las Tecnologías de la Información y de la Comunicación (TIC) nació reservado a la masculinidad normativa. No obstante, de la misma manera que en las calles y en las instituciones, en un gesto de transgresión, las mujeres no sólo están haciendo uso de las redes sociales, sino que además muchas lo están haciendo desde una posición de empoderamiento individual y social. Al otro lado, como un cortafuegos al cambio, un ejército de troles contraataca con su ciberacoso, que de nada serviría sin el apoyo de esos soldados cómplices que actúan en silencio: los que no publican, pero viralizan. 

A esta comunidad radical masculina en la Red se la conoce como manosfera y se la relaciona políticamente con la llamada derecha pop, o sea, la que, en España, con un programa de clara corte fascista, consigue tener más de 580 mil orgullosos seguidores en Instagram. Su mejor arma es la posverdad y su objetivo final el de refugiarse en la masculinidad hegemónica como garantía de su privilegio en un mundo dividido entre opresores y oprimidas. 

La cibertransfobia, o el odio antifeminista desde el movimiento TERF

No puedo asegurarlo, pero si me baso en mi propia experiencia como activista en ese grupo contestatario feminista tan controvertido, me atrevería a afirmar que una buena parte de ese 5% restante de la violencia en línea la protagonizan mujeres contra mujeres, o mejor, las autoproclamadas buenas feministas contra el resto que, necesariamente, somos las malas feministas. 

Porque sí, cada vez que alzamos la voz con nuestros torsos desnudos y cubiertos de eslóganes, el primer aluvión de odio lo vomitan ellos en defensa de su tóxica masculinidad, pero, después y muy especialmente si el mensaje que gritamos reconoce la diversidad de mujeres, las que pasan a escudarse en su teclado para escupir odio contra nosotras son ellas: las llamadas Feministas Radicales Trans-Excluyentes (TERF por sus siglas en inglés).

El procedimiento es más o menos el mismo y, de hecho, en ambos casos, el acoso se fundamenta en el esencialismo sexual y el binarismo, con la diferencia de que, mientras que la cibermisoginia persigue proteger la cuota de poder de los hombres desde el lado opresor, la cibertransfobia niega el derecho a reconocerse oprimidas a una parte de las mujeres, y no considerándolas inferiores, sino, directamente, negándoles la existencia. 

Hay que destacar el carácter académico de esta comunidad radical femenina, pues, desde la autoridad que sienten que les otorgan los títulos universitarios, encumbran a las mujeres cisgénero como sujeto político único de una guerra en la que se libran muchas batallas al mismo tiempo, con el objetivo final de evitar el mal trago de reconocer su privilegio en un mundo que es injusto de forma interseccional. 

No es odio, es miedo

La culpa no es ni de las redes sociales ni de Internet. La culpa es del uso que queramos darles a las plataformas tecnológicas en las que hoy se batalla el liderazgo de la opinión pública por medio de discusiones que, de otro modo, en el día a día fuera de línea, resultarían inabarcables, especialmente para las mujeres. Porque las TIC han democratizado el debate social para que todas estemos en él, incluso las que permanentemente hemos tenido vetados los puestos de representatividad y poder. 

Y eso no gusta a todo el mundo. Porque resulta mucho más fácil predicar con la bandera de la igualdad en la mano que las mujeres de cualquier condición tienen la posibilidad de salir de la espera privada y tomar partido en la esfera pública que, efectivamente, aceptar que así lo hagan incluso sin salir de casa con un gesto tan simple y tan barato como es abrirse una cuenta en Facebook.

Que eso quiere decir para la comunidad radical masculina que cualquier estudiante rabiosa, tal vez una madre cansada de cuidar o, por qué no, una jubilada harta de escuchar y no decir, podría poner en duda todo el orden heteropatriarcal con sólo publicar un hilo de reproches en su tablón de Twitter. De la misma manera, esto quiere decir para la comunidad radical cis que otra mujer desde un cuerpo diferente —que no equivocado— podría colocarlas a ellas como otra de las columnas que sostienen el detestado orden heteropatriarcal con un puñado de historias en Instagram, ¡y qué pereza eso de adentrarse en un proceso de deconstrucción nuevo! Así que, atacan, desde la cibermisoginia o la cibertransfobia, atacan en masa y sin nombre contra estos gestos de transgresión para proteger su posición en el sistema o en la lucha, pero su posición.  

Por eso digo que, al final, puede que no sea odio; puede que, después de todo, sea lo de siempre: miedo a perder el privilegio.