La Línea de Fuego

Todas deberíamos ser ecofeministas

Pensamientos de una vuelta al hogar

Ilustración de Abril Iriani

Mi abuela se llama Leandra y tiene 88 años. Ha vivido una república, una guerra civil, una dictadura, una transición y una democracia y no conoce la palabra ecofeminismo, pero lleva 88 años detrás de ella. Nació en una casa de campo con las ventanas azules y las puertas verdes que a día de hoy nadie de la familia tiene dinero para arreglar y creció haciéndose preguntas a las que nadie parecía darle una respuesta. Al lado de esa casa, está la “nueva”, donde vive mi tía abuela con un pequeño huerto para alimentarse y con los gatos que vienen a visitarla. En los alrededores de la casa, hay muchas plantas que están en la tierra y las que sirven a modo de decoración, no tienen maceta, están en los botes de cacao o mermelada “para aprovechar”. En esa casa toda la vida se cuidó de los animales, los que son nuestros y los que vienen sin avisar, y de todas las personas que entran aunque pasen sin llamar. Lo que tienen en común los animales y las personas en esa casa es que siempre los han cuidado ellas.

Mi abuela no conoce la palabra ecofeminismo, ni tampoco a ninguna de las más famosas activistas, pero la aplicó como un encaje natural de todas las piezas que le rodean. Como señala la activista ecofeminista Yayo Herrero al preguntarse por lo que sostiene la vida, podremos resolver la ecuación a través de la conjugación de feminismo y ecologismo. Somos interdependientes entre nosotros, en un trabajo de cuidados realizado mayoritariamente por mujeres y que debe ser redistribuido y corresponsabilizado al conjunto de la sociedad y somos dependientes de una tierra con límites físicos. 

A las mujeres de mi casa, les dolían las manos de limpiar los trapos sucios y de lavar la ropa que los demás utilizaban para lo que se consideraba el “trabajo real”. Fieles y pacientes sin haberse registrado nunca como la mitad del Producto Interior Bruto de un país. Según un estudio de la investigadora Marta Domínguez Folgeras, del Instituto de Estudios Políticos de París, el trabajo de alimentar, mantener el hogar o cuidar personas dependientes tiene un peso en la economía real de España enorme, con un valor de más de 426.000 millones de euros. 

El camino del campo a la ciudad

Las nietas solemos llegar tarde a todo. Muchas ni llegamos a estar presentes a consecuencia del exilio, de estar lejos sin más consuelo que la falta de alternativa para solucionar el ahogo de no tener empleo. Ahora, muchas abuelas ven, leen y viven cosas nuevas a través de nuestros ojos, pero fueron ellas con paso firme, las que, como diría la socióloga y activista de origen aymara, Silvia Rivera Cusicanqui, nos ayudaron a “crear pensamiento desde lo cotidiano”.

En este sentido, el discurso ecofeminista rural de Vandana Shiva es muy parecido al de mi abuela o al de cualquier mujer rural que considera fundamental entender los cuidados y los recursos de la naturaleza claves para sostener la vida. La vital diferencia es que es probable que la vida haya cambiado aparentemente poco en cien años en esa casa de ventanas azules y puertas verdes y mucho en otras partes del planeta donde un grueso importante de la población sufre el agotamiento de los recursos de forma directa, se ve obligada a poner el cuerpo para poder salvarse a sí misma o lo que le da alimento. La diferencia del lugar también es el resultado visible del expolio de recursos como generador de pobreza. De cómo lo global afecta a lo local.  Lo que tenemos en común es que quizás y más que nunca, vemos cómo en cualquier rincón hay un enfrentamiento entre el aterrizaje forzoso de la economía contra los cuidados. 

Mirar desde fuera todas estas ideas en una vuelta al hogar puede ser impactante. La teoría ecofeminista que no había sido leída en ningún libro emigró a la ciudad, a esos espacios salvajes donde los coches mantienen su protagonismo, el ruido no deja escuchar las conversaciones y la concentración en lo esencial es un privilegio. A esos lugares inhóspitos donde muchos hombres con traje dicen defender la patria sin cuidar el territorio, donde la competencia parece ser el motor del cambio. Ese lugar dónde se corre el peligro de que la conjunción de ecología y feminismo se simplifiquen bajo el mantra de que para salvar el planeta es suficiente el reciclado, comprar las bombillas de bajo consumo, resistirse y auto culpabilizarse de no poder dedicar parte del sueldo precario a los productos ecológicos. 

Lo que aprendimos de las abuelas y de aquel ecofeminismo tan poco ortodoxo en el campo ahora lo aplicamos buenamente a la ciudad.  Buscamos los caminos cortos, el placer de la cercanía, de la proximidad, de estar cerca. Defendemos lo colectivo porque es la única red que nos puede sacar de algún mal. 

Los cuidados, al centro

En los últimos años, la palabra ecofeminismo apareció como una de las principales búsquedas en internet y en las redes sociales. La razón es que tanto el feminismo como el ecologismo fueron los dos grandes movimientos que han hecho que el mundo se tambalee. Según Alicia Puleo, catedrática de Filosofía Moral y Política, el ecofeminismo sugiere que hay que aprender a pensar como político lo que antes nos parecía natural. En un artículo publicado por La Marea en mitad de la pandemia de COVID19, la profesora dejaba las claves de una verdadera victoria que impida la repetición de una catástrofe como la que hemos vivido: “radica en superar la herencia patriarcal, revalorizando las tareas del cuidado hacia humanos, animales y ecosistemas, reforzando el carácter social del estado, defendiendo la sanidad pública y dejando atrás el modelo de desarrollo insostenible y de globalización neoliberal ecocida y genocida”

No todo el mundo tiene pueblo, ni una casa con ventanas azules y puertas verdes, ni una higuera o un limonero como refugio. No todo el mundo tiene la oportunidad de explorar a grandes ecofeministas y saber que lo que se defiende es la vida misma. Todo el mundo debería tener el derecho a poder ir despacio y mirar lo que hay alrededor para encajar las piezas. Saber tomar la decisión de transformar, en ese proceso reflexivo tan largo hasta cambiar nuestros hábitos cotidianos y de romper todos los patrones anteriores. De ser conscientes de que los derechos que tenemos vienen de luchas ganadas por nuestras predecesoras. De hacer el camino mentalmente a la inversa pero siempre hacia delante y de reconocer y admirar las manos que se dedican a los cuidados de la vida y la naturaleza. De reconocer la necesidad de que todas deberíamos ser ecofeministas.