
No suelo ver la tele. Lo que entendemos por tele de antes, claro. La de zapear entre canales hasta que das con algo que te medio interesa. Pero a veces mientras como o mientras ceno y no tengo nada que ver en alguna plataforma o no quiero entretenerme demasiado, hago un poco de zapping entre los canales tradicionales. Suelo parar en programas chorra de alguna cadena secundaria, de esos que no implican pensar demasiado y que no te pierdes nada si te levantas a por agua o al baño. Ayer fue uno de esos días. Mientras me comía mi ensalada de pasta saltó el anuncio: «capítulo de ‘Las gemelas de 300 kilos'», después, «mi vida con 300 kilos de más». Y lo primero que pienso es que hay que joderse, que en pleno siglo XXI sigamos usando los cuerpos como espectáculo de feria.
No he visto estos programas, ni pretendo. Pero sí sé a qué juegan. No son los únicos que se basan en la cuestión del peso o de la talla. La misma cadena ha tenido entre su parrilla contenidos como ‘Cuerpos embarazosos’ o ‘En tu talla o en la mía’, que ponen el foco de atención en los cuerpos de las personas que salen en pantalla. Disfrazados de programas buenistas que buscan el bienestar personal, este tipo de contenidos dejan claro un mensaje, tanto para quien participa en ellos como para quien los ve desde casa: tu cuerpo está mal. En pro de la salud, juegan con ella.
¿La salud es lo primero?
En el caso de ‘En tu talla o en la mía’, el ejemplo es claro. Dos personas, una gorda y otra delgada, se intercambian sus dietas mientras un supuesto profesional de la salud ridiculiza lo que comen en su día a día. Por supuesto, siempre haciendo más hincapié en lo que come la persona gorda. Mensajes simplistas que achacan el tamaño del cuerpo de una persona simplemente a su dieta. El resto de factores que influyen en ello, parece ser, son animales mitológicos. Situación económica, familiar, salud mental o la necesidad de ciertas medicaciones. No sabemos, al fin y al cabo, qué ha llevado a estas personas hasta ahí».
Este tipo de contenidos quedan lejos de crear relaciones sanas con la comida y muy cerca de empeorar la imagen personal de muchas personas. Recuerdo cuando era más joven y veía a personas más gordas que yo y pensaba «al menos no estoy así» o «tengo que hacer algo antes de llegar a eso». A tope de gordofobia interiorizada, amigas. El maldito miedo a engordar, a perder los privilegios de ser una «gorda bien» (gorda, pero no mucho). Lo cierto es que, aunque estemos viendo estos programas donde airean la vida de las personas, no sabemos nada de ellas. No sabemos por qué tienen en realidad ese tipo de cuerpo. Roxane Gay cuenta todo esto muy bien en su libro Hambre, donde el trauma de una violación es el detonante en su vida.
«Desearía haber sabido que yo no tuve la culpa de que me violaran. Lo que sí sabía era que podía comer, y lo hice porque comprendí que podría ocupar más espacio- Podría volverme más sólida, más fuerte, más segura. Comprendí, por cómo veía que la gente se quedaba mirando fijamente a las personas gordas, por cómo yo me las quedaba mirando fijamente, que pesar demasiado no era algo deseable. Si no resultaba deseable, podría mantener alejados nuevos sufrimientos», relata Gay al principio del libro.
Por suerte, hay profesionales de la salud que hoy en día se atreven a ir más allá. Profesionales como Victoria Lozada (@nutritionisthenewblack en Instagram, seguidla, de verdad), como Raquel Lobatón, Stefy Fernández o Arantza Muñoz que ayudan a entender que la salud es algo más que el tamaño del cuerpo.
El síndrome de la cara vacía, o cómo crear nuevos complejos
Sigo zapeando y llego al telediario. La noticia del día: adiós mascarillas. Pero la llegada lo que llaman el síndrome de la cara vacía. Con el fin de las mascarillas, muchas personas se enfrentan a la enseñar complejos, argumenta la reportera a pie de calle. El miedo, de nuevo, a que el resto del mundo se dé cuenta de que tienes los dientes torcidos, un grano enorme o la nariz más grande de lo esperado. Flavita Banana lo cuenta muy bien en esta ilustración. Un niño gordo del que sus compañeros se burlan por tener granos y los dientes grandes. Para algunos adolescentes -y no tan adolescentes- el drama viene ahora. «No me la quito porque no me gusta mi cara», relata una adolescente en las noticias de la televisión. Y eso es lo que no deberíamos consentir que pasase.
Viejos complejos que se hacen nuevos y que, ahora que estamos a la puerta del calor y la ropa de verano, toman más valor de lo que debería. Enseñar una parte de la cara o cualquier parte del cuerpo que no cumpla los cánones estéticos impuestos para muchas personas es un verdadero suplicio. Para muchas ir a la playa o ponerse cierta ropa es un privilegio porque sabemos, como Roxane Gay lo sabía, que todavía hay gente que te mira mal por la calle y te señala cuando llevas un vestido que no oculta tu celulitis o que marca las curvas que el canon patriarcal no quiere que tengas.
Tenemos que enseñar que el físico no lo es todo. Enseñar a la gente a estar a gusto en su cuerpo. O al menos a tolerarlo. Y no me refiero a escribir artículos que lleven como base disimular que eres gorda, como este que denunciaba Stopgordofobia hace unos días. Que es imposible cuidarnos a nosotras mismas desde el odio visceral que escupen ciertos medios de comunicación. A no compararnos y a ser conscientes de la necesidad de tener una relación sana ya no solo con la comida, sino también con el deporte, con los productos audiovisuales que consumimos, con las redes sociales, con nuestra autoimagen. El cuerpo de ninguna persona es un espectáculo de feria al que señalar. Es nuestro soporte vital, nuestra herramienta para enfrentarnos al mundo. Y todas merecemos tener la posibilidad de cuidarlo y quererlo, sea cual sea el tamaño de su tamaño.