La Línea de Fuego

Sobre el vértigo de hacerse mayor

En menos de un mes cumplo 30. No sé exactamente qué significa eso, más allá de tener la sensación de que el tiempo pasa a veces demasiado rápido y otras estrepitosamente lento y que sueño a menudo con las cosas que pospongo. Parece que fue ayer cuando llegué a Madrid para estudiar en la facultad y a la vez me parece que hace una eternidad que nos saltábamos clases para beber cerveza en el césped. De aquello hace 12 años. Entonces tenía muy claro quién quería ser. Hoy no tanto.

No dejo de pensar en si lo estoy haciendo bien mientras me asalta la certeza de estar haciéndolo muy mal. Lo de la vida, digo. Supongo que esto es lo que llaman crisis de los 30. Cuando cumplí 20 estaba en plena efervescencia universitaria. Todo daba igual más allá de estudiar para tus exámenes, saltarte algunas clases y pasar muchas horas en la radio de la facultad pensando que éramos Iñaki Gabilondo o Pepa Bueno. Todo estaba bien mientras soñaba qué iba a pasar cuando saliese de allí.

Después de aquello llegó la graduación. Hace poco le contaba a mi hermano, que ha cumplido la mayoría de edad y se gradúa de bachiller, que aquella graduación de los 18 años la viví con mucho entusiasmo. Porque empezaba una nueva era. Porque se abría por fin ante mí la posibilidad de empezar de cero en otro lugar donde nadie sabía quién era y yo podía hacer como si no me conociese de nada. Supongo que las que hemos estudiado fuera de la casa paterna hemos tenido sensaciones similares.

Pero, ay, aquella otra de 2014, de fin de la universidad y salto -estrellado- a la vida real. La vida adulta. Lo pienso ahora y con 22 años no eres nada adulta. Sigues queriendo emborrarcharte un jueves con tus amigas e ir a San Cemento con bolsas de hielo que se derriten al instante. Tuve mi primer trabajo de periodista con esa edad y la verdad es que te pueden engañar en cualquier momento. Con los días de vacaciones, la retención de IRPF o con un exceso de funciones. Pero allí estábamos, fingiendo saber de qué iba la cosa y siendo niñas todavía.

Ahora ya no quiero emborrarcharme. Valoro mi tiempo a solas conmigo misma, el que dedico a leer, a escribir, a comprar flores y a limpiar mi casa con esmero y paciencia, a doblar mi ropa con deformación profesional de haber trabajado tres años en una tienda. Sigo fingiendo muchas veces, entre medias, de qué va la cosa. Porque la verdad verdadera es que todavía no lo sé. Digo mucho que los 30 son los nuevos 20. Pero pagando facturas, alquileres desorbitados, dolor de espalda si duermes en mala posición o en una cama que no sea la tuya y con la angustia de no saber qué va a ser de ti mañana.

Veo mucho a mi alrededor un eterno síndrome de Peter Pan. De no querer crecer, porque ahora que lo estamos haciendo sabemos lo que conlleva. Gente que se resiste y a la que obligan a resistir. Nadie nos enseñó que después venía esto: las responsabilidades, la presión de tener 30 y a ver para cuándo el novio, que para cuándo la boda, que para cuándo el bebé. Se te pasa el tren. Y entre tanto intentas explicar que las cosas ya no son como antes, que puedes ser feliz viviendo sola y cenando pizza casera y vino los viernes mientras ves ‘Mejor… Imposible’ por no sé cuánta vez. Y que todavía no sé hacer arroz. Que sí, se me pasa o lo dejo crudo, y lo mejor que puedo hacer es pasta. Hago unos espaguetis a la carbonara de verdad que te mueres.

Todavía hay quien te mira como diciendo “ahí va otro fracaso”. Pero el fracaso no es eso. Quizás más bien es el éxito de poder elegir tu momento, dejar por ese momento al lado la sensación continua de vértigo cuando miras hacia adelante y no ves nada. Encontrar tu lugar feliz. Tu ratito zen. Empezar a sospechar que las cosas llegan cuando tienen que llegar y no cuando cumples una edad. Y que mientras tanto, sigo trabajando por el camino para ser una versión que se ajuste más a lo que ahora quiero de aquella persona que soñaba ser la primera vez que pisé la facultad.

No sé si lo estoy haciendo bien o terriblemente mal. Solo que estoy haciendo lo que puedo con lo que tengo. Y que, después de todo, no está tan mal.