
Sara Torres es poeta. En una entrevista en Tardeo, el podcast que presenta Andrea Gumes, la autora dice que ese término la impresiona un poquito a pesar de que es su género, pero lo cierto es que se nota que es poeta desde la primera página de su novela, Lo que hay, porque solo una poeta le da tanta importancia a cómo suena lo que escribe y a la belleza de sus palabras.
Envidia de clase leyendo Lo que hay
Sara Torres es, también, elegancia y distinción, de esa que no se aprende, sino que se adquiere por nacimiento al pertenecer a una clase social elevada. Se nota en sus gestos y en su voz, en la forma en la que describe cómo elige sus prendas o la decisión con la que su personaje compra los quesos en una tienda gourmet del aeropuerto. Sabe lo que quiere y cómo lo quiere. Al menos en el aspecto material.
Es por eso que no pude evitar sentir al leer Lo que hay cierta envidia de clase. Cuando la protagonista tiene insomnio o cuando se harta de llorar en el baño del pequeño apartamento que comparte con su pareja, se va unos días a un hotel. Esto no invalida su dolor, ni lo hace menor, pero poder elegir dónde dar rienda suelta al dolor es un privilegio que muchas ansiamos.
La posibilidad de la huida, de escapar del encierro, posibilidad que ella misma pierde durante el confinamiento, hace que su dolor sea diferente al mío. Me recuerdo en ese apartamento de Madrid, tan pequeño y sin puertas, sintiendo la inmensidad de un dolor que no podía expresar hacia fuera y que, por forzarlo a quedarse dentro, me consumía.
Sara Torres es consciente de sus privilegios, de los que disfruta y también de los que carece, y así lo plasma en la novela y en las entrevistas en las que he tenido el placer de escuchar su magnética voz, y eso me permite aparcar la envidia y disfrutar de su prosa tan lírica, tan bella, tan estética como ella misma.
Solo el tacto o la droga pueden alejar los efectos de una angustia acumulada
Dolor y deseo
Durante la lectura de esta novela he asentido muchas veces en silencio mientras subrayaba frases que me resonaban con fuerza y que, seguramente de una forma menos bonita, bien podía haber dicho yo.
En esta novela conviven deseo y duelo y lo cierto es que son muchas las personas que no entienden a un cuerpo que se rebela ante el dolor sintiendo deseo. El dolor apaga el deseo, o al menos, ese es el relato que nos han contado. La mujer que sufre debe parecerse a la Virgen cuando llora la muerte de su hijo, a la «Dolorosa», esa imagen tan romantizada que nos enseña a las que hemos asistido a colegios católicos cómo hemos de mostrar nuestro dolor: con entereza, con lágrimas, pero sin gritos, en silencio, siempre bellas.
Yo me pasé casi todo el confinamiento con las bragas húmedas y las mejillas secas. Como si toda la humedad que resbalaba por mis piernas me secase los lacrimales. Ahora que he recuperado la capacidad de llorar y asumo la tristeza en vez de intentar escapar de ella, lloro y me masturbo, no sé muy bien en qué orden, a veces incluso al mismo tiempo.
Soy sospechosa por liberar la llamada hormona del amor (…) que me facilita el ir por la vida en estados expansivos de cariño e intimidad, que me hace cómplice, suave, proclive al placer. En resumidas cuentas, mejor persona si alguien se frota contra mí, me elige
El poder de las hormonas en Lo que hay
En Lo que hay, Sara Torres escribe sobre el efecto que tienen en nuestro cerebro hormonas como la oxitocina. Este es un tema que a mí me fascina y, de hecho, precisamente de ese tema hablo en el artículo sobre salud mental y deporte que escribí para nuestro último fanzine.
En una sociedad en la que está más que naturalizado el uso de sustancias, legales o no, con fines recreativos pero también funcionales, de salud o sociales: desde el café de la mañana, la caña con los colegas, la raya de coca para poder trabajar unas horas más o la pastilla de éxtasis para disfrutar más del concierto de tu grupo favorito, parece que nos olvidamos de la propia capacidad de nuestro cuerpo de producir estas hormonas, a través del sexo, el ejercicio, el amor, el tacto… y con ello olvidamos también que no hace falta consumir drogas para tener subidones, bajones, sufrir abstinencias, dependencia y resacas emocionales. Cómo vamos a entendernos si no entendemos cómo funcionamos.
Yo, como Sara, soy adicta a la ternura, al tacto, a la piel. Ser consciente de esto me ha hecho más selectiva a la hora de escoger a mis vínculos, sabiendo que no puedo, ni quiero, renunciar al contacto constante, al subidón de la oxitocina.
Todas somos intensas, todas somos Sara
En el podcast Participantes para un delirio, presentado por Coco Dávez, Sara Torres dice lo siguiente: «esperaba que las lectoras echaran la culpa a la narradora de un montón de cosas, juzgasen a la narradora de formas muy duras y de pronto cuando vi que no, que la comprendían, que la apoyaban, que la querían…fue como, no soy yo la narradora, pero me siento mejor eh».
No solo no te juzgamos, Sara, sino que agradecemos que pongas en palabras tan bonitas lo que tantas hemos sentido en algunos momentos de nuestra vida. Te agradecemos la valentía de empezar la novela con esa frase: «Mientras mamá moría yo estaba haciendo el amor», que se ha convertido en uno de mis inicios favoritos de todos los tiempos. Lo que no se nombra no existe y precisamente en eso reside la fuerza de tu novela, aquello que nos ha atrapado a tantas y seguirá atrapando: gracias por nombrar nuestro deseo, nuestro dolor, nuestras contradicciones, por darle un lugar a nuestras sombras. Gracias por nombrarnos y librarnos de la culpa. Amén.