
Se sintió sin embargo bien atada a la gata a que la acompañó durante horas hasta el momento de la eutanasia cuando tenía veintiocho años, a la mudanza tras el divorcio de sus padres, a su último gran experimento fallido, a la mañana en que con dieciséis año se le decableó por completo la cabeza. La oscuridad de esas escenas le chupa la sangre y no hay luz que lo compense. Los buenos momentos pasan de largo sin más, los ataques de risa explotan durante minutos que no tienen cola, que no pesan, el comportamiento de un buen cultivo a veces cierra la herida permanente un instante y se vuelve a abrir con los bordes desidratados».
Otaberra es el título de la nueva novela de Elisa Victoria (Sevilla, 1985), que edita Blackie Books. Otaberra es un libro que me ha llegado en el momento adecuado y en el lugar adecuado, en un momento en que mi cabeza, como la de Renata, también se ha descableado por completo. En un fin sábado por la noche que empezó a llover mientras leía y que no paró hasta el domingo a mediodía, cuando lo cerré. Otaberra es un libro pero también es un lugar donde el tiempo deja de tener sentido, donde no quieres estar pero de donde no puedes irte. Donde las páginas no avanzan en ninguna dirección concreta mientras te atrapan.
A través de lo que nos cuenta Elisa Victoria nos asomamos, precisamente, a ese tiempo detenido, una noche de 1989. Al momento en el que a Renata se le para el tiempo para siempre. Nos abre una caja de flores con fotos, dientes y un álbum de cromos de Robin Hood que sirve como parapeto en un pueblo que se queda demasiado pequeño para quienes no encajan en el canon establecido. Donde no encajar es un castigo.
Otaberra puede ser cualquier pueblo, pero no cualquier libro
Elisa Victoria sabe meterte en la historia y que no puedas salir, desde el principio hasta el fin. Juega a la ruptura con la cuarta pared (la quinta, la sexta, si las hubiese), te interpela directamente y te reta a que unas las piezas del rompecabezas de las páginas de Otaberra, a darte cuenta del momento exacto en que pasa todo para que ya nunca más pase nada. Y lo hace de una forma lucidísima pese a la oscuridad y el desconcierto que forma parte de la lectura.
La autora no deja puntada sin hilo ni tema por tocar en ese tiempo suspendido. La adolescencia cruel, lo que supone crecer pero también envejecer, la gordofobia y la presión estética, la construcción de la identidad, el saber que el silencio no nos protege, el peso de esas cosas que nunca llegamos a decir y la duda de si algo podría haber sido de otro modo de haberlo dicho.
Construye a sus personajes principales, Renata y Eusebio, como dos caras de una misma moneda que son iguales sin saberlo. Los construye en líneas fuertes que no tienen miedo a dejar ver su fragilidad. Alrededor de ellos, todo un entramado de detalles que va hilvanando perfectamente para mostrarnos una historia que no deja indiferente, que podría ser la de cualquiera. En los personajes secundarios, sin embargo, es donde me he quedado con ganas de más. En las voces de las niñas que descubren la historia de Renata y Eusebio, en Beatriz, la sobrina de Renata que se hace la prueba patente de que realmente el tiempo nunca espera.
Cuando he leído la última página he vuelto a la primera. Leerla por segunda vez es como mirar una foto que nunca entendiste de niña y a la que no le diste importancia y entender de mayor por qué estaba guardada. Otaberra me ha parado el tiempo propio.